31.7.09

Y nos dieron la diez

Solitario empecé a buscar oídos para contar mis viejas historias. Un porqué, un restaurant, un cabaret, una cantina, me iba encontrando mientras caminaba por esa calle llena de ruidos y conversaciones ajenas. La noche sombría, las parejas caminando, todo hacía que me sienta más solo. Cada paso mío me preguntaba a donde iba. Otro bar y otro bar. Todos cerrados. Hasta que uno abierto. Pensé que estaba a tiempo todavía y decidí entrar. Un par de copas no me caerían mal, me dije resignado, y me hice paso entre las mesas mientras escogía un buen lugar. Nadie me miraba. Todos en grupo, y sólo se escuchaban conversaciones inentendibles y voces que intentaban cantar. Me paré junto a la barra y desabotoné un poco mi camisa, el calor era infernal. Entonces me gritaron desde atrás.

- ¡Hombre, permiso, que le estoy hablando a la muchacha!
- Maricón ¿Por qué no te paras y te acercas? A ver si así dejas de guitar como puerca en matadero.- No me atreví a decirle, solo lo pensé, mientras me hacía a un lado en silencio.

Luego, voltié a mirar a la muchacha… Pasmado y mudo con menos gestos que un palo me di cuenta de que un par de copas seria muy poco. Una angelita de corbata michi y minifalda me explicó en ese momento de que estaba hecho el cielo.

- Yo te conozco- Me dijo levantando la mirada, mientras le servía una jarra de cerveza al maricón. ¡Hasta su voz era sensual!
- Al parecer, eres la única que sabe quien soy.
- No estoy muy segura, pero… Si me cantas al oído te pongo un cubata.
- Después de que bailes conmigo me tomaré el cubata.- Le dije sonriendo mientras ella se alejaba.

Desde ese momento no me moví de ahí y ella tampoco. Conversábamos y reíamos de cosas sin sentido. La gente se iba yendo poco a poco, el lugar quedaba vacío. Ella y yo no dejábamos de hablar, para disimular nuestras ganas de comernos vivos. Nos íbamos quedando solos, y yo me seguía enamorando. Ella, tan gloriosa como yo, loco. De pronto, no había nadie más y ya tenían que cerrar.

Íbamos caminando por la calle vacía. Cada paso una caricia; cada farol un beso. Una cantina un cabaret un restaurant un parque y doblando la esquina, un hostal. Los hostales estaban siempre abiertos, y además siempre pensamos que ahí íbamos a llegar.

Caricia tras beso y risa tras palabra en el bramar de nuestros cuerpos se acabó la madrugada… y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres, y desnudos al anochecer, extasiados piel con piel, me bailó bajo la luna.

- ¿Ahora, me cantas al oído? – Me dijo con sus labios en mi cuello y respirando agitada.

La tomé de la cintura y la apreté hacia mí sutilmente.

- No me has traído mi cubata…

Su sonrisa, la recordé llorando al otro verano. Mi infierno fue tal que me ahogó su ausencia en tres copas. Al saber de su lugar incierto en mi desgarro reventé los cristales de ese bar que ahora se llamaba Banco Hispanoamericano. Ni sus piernas, ni su voz, ni sus ojos de gata, ni su forma de tocar. Había en su lugar un guardia municipal que apenas me alcanzó, me reventó la boca. Y escribí en el muro del cuarto, del mismo hostal donde le quite la ropa, “Moriré por no cantarte al oído, y tú por mi cubata”. Y salí cantando como loco a la calle para tallar en eterno este relato.

Adolfo Campos

Inspirado en la canción de Jaoquín Sabina

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